viernes, 22 de marzo de 2013

Oposiciones a maestro.

Oposiciones a maestro en Madrid o el tortuoso camino de la educación pública.

Alberto Royo


Leo en la prensa que el 86% de los aspirantes a ocupar una plaza de maestro en la Comunidad de Madrid no aprobó la primera prueba (la de "conocimientos generales") de las últimas oposiciones convocadas. Únicamente el 13% de los opositores fue capaz de superar un test conformado por preguntas pensadas para alumnos de doce años.

Los disparates que pueden encontrarse entre las respuestas (faltas de ortografía como “veverlo”, “adsequible”, “incapie”, “aprendizage” o “gerarquia”; definiciones como “escrúpulo: salida del sol” o “disertación: dividir una cosa en partes más pequeñas”; ubicaciones geográficas como “el Duero, Ebro y Guadalquivir pasan por Madrid” o “Albacete, Ciudad Real y Badajoz son provincias andaluzas”; clasificación de animales como el caracol como "crustáceo"…), los disparates, digo, son anecdóticos, pues todos podemos cometer un error de bulto en un momento determinado o tener un lapsus, más en una situación de tensión como es una oposición. Lo grave, y lo que debe hacernos reflexionar, es el porcentaje tan exiguo de maestros que aprobaron un examen que, objetivamente, planteaba tan pocas dificultades.

Las excusas sindicales, tras la divulgación de semejante cuadro, son rocambolescas. “No justificamos que un maestro tenga faltas de ortografía, pero hay conocimientos que no se adquieren en Secundaria y que el docente no vuelve a ver en la carrera de Magisterio por lo que puede olvidar, como cualquier titulado, el recorrido de un río”, afirmaban desde una organización sindical de cuyo nombre no quiero acordarme. Hombre, es cierto que se puede olvidar el recorrido de un río, pero también que un maestro de Primaria cuyo objetivo es entrar en la función pública debe conocer, porque está opositado y no viendo en el sofá de su casa el Pasapalabra, que “extasiar” no significa “agobiar a alguien”. “La prueba de conocimiento”, lamentaban desde otro sindicato cuyas siglas no vienen al caso (o sí vienen pero, por discreción, mejor no citarlas tampoco) “se fijó apenas cinco meses antes de las oposiciones y con un temario muy amplio”. Sin comentarios. “Imaginábamos”, añadían, “que iban a sacar esta información como arma arrojadiza”. Desde luego, el análisis de los resultados es un arma, pero de destrucción masiva. Ahora bien, lo inquietante de este asunto no es su difusión (faltaría más) sino el hecho de que desde determinados sectores se esté apostando por ocultar la porquería debajo de la alfombra, justificando lo injustificable, en lugar de hacer autocrítica y buscar soluciones para mejorar una situación que asusta.

Creo que la inevitable reflexión debe llevarnos a extraer conclusiones o, mejor dicho, a que nuestros políticos y muchos de los representantes sindicales lleguen a las mismas conclusiones a las que algunos hace ya tiempo que llegamos.

Primera: Un docente necesita, antes que herramientas pedagógicas, conocimientos, sin los cuales será imposible transmitir a sus alumnos los saberes que estos necesitan aprender. ¿Qué más da que pedagógicamente uno sea un figura de lo más creativo, motivador y amigable si no sabe que el caracol es un molusco y que Badajoz está en Extremadura? O lo que es lo mismo: el axioma según el cual lo importante no es “qué” enseñar sino “cómo enseñar” es una falacia. Si no tenemos "qué" enseñar, "cómo" lo hagamos no tendrá la menor importancia, a no ser que nos dé igual que nuestros alumnos escriban “gerarquia” en lugar de “jerarquía”.

Segunda: Todo aquel que ejerce la enseñanza debe tener una formación académica muy por encima del nivel que tiene que impartir en clase. Argumentar que para enseñar en Primaria basta un nivel de Primaria o para enseñar en Secundaria un nivel de Secundaria es atroz. Cuanto mayor sea la preparación académica e intelectual del profesor, más garantías habrá de que su trabajo resulte eficaz.

Tercera: No hay nada más perjudicial que el fomento de la mediocridad. Es este un virus que se propaga con extrema rapidez y, una vez lo ha hecho, no resulta nada sencillo detenerlo. El antídoto, en cualquier caso, no es otro que la exigencia llevada a todos los aspectos de nuestra colectividad, algo harto difícil si nos fijamos en la capacidad intelectual de quienes promocionan socialmente hoy día (son paradigmáticos los casos de los políticos y los ídolos de la televisión).

Cuarta: Rechazar el elitismo es la mejor manera de convertir nuestra sociedad en una sociedad vulgar, lleno de inútiles útiles para quienes manejan los hilos, a los que seguirán sin el menor espíritu crítico o, adocenados por la estupidez, dejarán hacer. El elitismo como objetivo es imprescindible si lo que queremos es progreso y no degradación. Mientras la casta política, en su continuo y perseverante ejercicio de la contradicción, habla de talento (la estadística y economicista LOMCE de nuestro inefable ministro Wert expone: “todos los alumnos tienen un sueño, todas las personas jóvenes tienen talento. Nuestras personas y sus talentos son lo más valioso que tenemos como país (…) El reto de una sociedad democrática es crear las condiciones para que todos los alumnos puedan adquirir y expresar sus talentos”), sus actuaciones imponen la dictadura de la mediocridad y la marginación del talento. Un elitismo bien entendido favorecería el ascenso de los mejores, en función, no de la clase social de la que procedieran sino de su mérito, de su talento, de su esfuerzo. Pero esto no es lo que interesa a la clase política, más preocupada en mantener sus privilegios y reducir al mínimo la capacidad de réplica que de mejorar efectivamente nuestra sociedad. Y mucho me temo que tampoco la sociedad se lo exige con la contundencia que debería.

Quinta: Siempre hay una excepción que confirma la regla y, en este caso, entre el habitual afán de los políticos por aborregar al ciudadano, nos encontramos con un remanso de sentido común: la Comunidad de Madrid, entendiendo algo tan fácil de entender como que el peso de los exámenes en una oposición no puede ser (como era hasta ahora) del 36,1%, por un 46,8% que contaba la antigüedad y un 16,1% "otros méritos", ha decidido que, a partir de la entrada en vigor de un inminente decreto, la nota del examen supondrá un 80% del total de la calificación final, la experiencia docente un 15% y “otros méritos” el 5% restante . Pero como de los políticos uno no puede esperar dos ejemplos seguidos de sensatez, la Consejería de Educación madrileña ya ha caído en las redes del gran axioma psicopedagógico: “el principal fallo está en la formación de los docentes en las facultades”. ¿O se referirá la Consejería a la escasa formación que se imparte en las facultades de pedagogía (en cuyo caso podemos estar de acuerdo? No sé por qué, pero más bien creo se referirá, como siempre, a la supuesta falta de formación pedagógica de los docentes. Sin embargo, quiero recordar que lo que los aspirantes a maestro no han sabido responder son preguntas de conocimientos generales, luego no han suspendido una prueba en la que se les exigiera la demostración de estrategia didáctica alguna. Por lo tanto, ¿no estará el problema en el despiste generalizado (despiste, en el mejor de los casos, quizás sea algo peor) de las altas instancias (políticas y educativas -en el sentido directivo: inspección, por ejemplo- a la que se suman los sindicatos tradicionales y los ideólogos, visionarios y demás especies de la neopedagogía) en relación con lo que es imprescindible que un docente sepa y aquello que no lo es?

Decía Miguel de Unamuno: “Sólo el que sabe es libre, y más libre el que más sabe... Sólo la cultura da libertad... No proclaméis la libertad de volar, sino dad alas; no la de pensar, sino dad pensamiento. La libertad que hay que dar al pueblo es la cultura".

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